Enamórate de alguien que te ame, que te espere, que te comprenda aún en la locura; de alguien que te ayude, que te guíe, que sea tu apoyo, tu esperanza, tu todo.
Enamórate de alguien que no te traicione, que sea fiel, que sueñe contigo, que sólo piense en ti, en tu rostro, en tu delicadeza, en tu espíritu y no en tu cuerpo o en tus bienes.
Enamórate de alguien que te espere hasta el final, de alguien que sea lo que tú no elijas, lo que no esperes.
Enamórate de alguien que sufra contigo, que ría junto a ti, que seque tus lágrimas, que te abrigue cuando sea necesario, que se alegre con tus alegrías y que te dé fuerzas después de un fracaso.
Enamórate de alguien que vuelva a tí después de las peleas, después del desencuentro; de alguien que camine junto a ti, que sea un buen compañero, que respete tus fantasías, tus ilusiones.
No te enamores del amor, enamórate de alguien que esté enamorado de ti.
viernes, 25 de febrero de 2011
martes, 15 de febrero de 2011
Antes de comenzar, permíteme ofrecerte una disculpa por todo el tiempo que no te he buscado, por aquellos besos que no te he dado y me he guardado para un mejor momento, por los roces y caricias presos en estas impacientes manos a la espera de tu cuerpo; por los te quiero y los te amo, ahogados en esta boca sin aliento.
Por querer mirar de manera indiscreta tus piernas largas y bien formadas, y por querer perderme detrás del sumamente pronunciado escote de tu vestido a rayas, por querer contar una a una las pecas de tu espalda, y más aún, por desear perder la cuenta cuando sólo una me haga falta.
Porque al hacerte escuchar una sonata de Mozart o el claro de luna de Beethoven, lanzarás incontables bostezos al viento, y porque seguramente al hablarte del exilio de Serrat en tiempos de Franco o de Sabina en los setentas arrojando bombas a un banco, te provocaré un terrible aburrimiento.
Porque para ayudarte a conciliar el sueño no habrán hadas, ni príncipes azúles montados a caballo, salidos de algún cuento, a cambio, te arrullaré con García Márquez y su edén llamado Macondo, y te versaré al oído, muy quedito, mi lumía de Oliverio Girondo.
Por la lluvia de estrellas que no podremos contemplar juntos por mi exceso de trabajo, y porque en la madrugada interrumpirás tu sueño para levantarte y calentarme la fría sopa servida en el plato.
Por las tremendas ojeras que tendrás al día siguiente, disfrazadas con polvo y tu mejor pose, mismas que delatarán tu nulo descanso por la sinfonía de mis ronquidos en mitad de la noche.
Por el jugo agrio y el desayuno insípido y un tanto quemado con que trataré de sorprenderte en una mañana de mayo.
Porque durante las visitas a casa de tus padres no podré mantenerme callado al escuchar decir a tu madre que su única hija se merece a alguien mejor: a un médico, un contador o a un abogado;
y que aún a la fecha no consigue dar crédito de cómo te llegaste a fijar en este freudiano.
Por las repetidas veces que pisaré tu pie izquierdo, teniendo de fondo a Gardel con un tango, y por el tinto derramado por descuido mío, sobre tu vestido favorito de lino blanco.
Por los celos que sentiré, incluso de la espuma que tocará tu piel en la bañera, y peor aún, de los tipos en las calles que admirarán el contoneo de tus pronunciadas caderas.
Por el hombre perfecto que no soy y que mereces, por los miles de defectos que tengo y pareciera que no vieses.
Por todo esto y por el amor que sentiré por ti, incluso después de la muerte.
Por querer mirar de manera indiscreta tus piernas largas y bien formadas, y por querer perderme detrás del sumamente pronunciado escote de tu vestido a rayas, por querer contar una a una las pecas de tu espalda, y más aún, por desear perder la cuenta cuando sólo una me haga falta.
Porque al hacerte escuchar una sonata de Mozart o el claro de luna de Beethoven, lanzarás incontables bostezos al viento, y porque seguramente al hablarte del exilio de Serrat en tiempos de Franco o de Sabina en los setentas arrojando bombas a un banco, te provocaré un terrible aburrimiento.
Porque para ayudarte a conciliar el sueño no habrán hadas, ni príncipes azúles montados a caballo, salidos de algún cuento, a cambio, te arrullaré con García Márquez y su edén llamado Macondo, y te versaré al oído, muy quedito, mi lumía de Oliverio Girondo.
Por la lluvia de estrellas que no podremos contemplar juntos por mi exceso de trabajo, y porque en la madrugada interrumpirás tu sueño para levantarte y calentarme la fría sopa servida en el plato.
Por las tremendas ojeras que tendrás al día siguiente, disfrazadas con polvo y tu mejor pose, mismas que delatarán tu nulo descanso por la sinfonía de mis ronquidos en mitad de la noche.
Por el jugo agrio y el desayuno insípido y un tanto quemado con que trataré de sorprenderte en una mañana de mayo.
Porque durante las visitas a casa de tus padres no podré mantenerme callado al escuchar decir a tu madre que su única hija se merece a alguien mejor: a un médico, un contador o a un abogado;
y que aún a la fecha no consigue dar crédito de cómo te llegaste a fijar en este freudiano.
Por las repetidas veces que pisaré tu pie izquierdo, teniendo de fondo a Gardel con un tango, y por el tinto derramado por descuido mío, sobre tu vestido favorito de lino blanco.
Por los celos que sentiré, incluso de la espuma que tocará tu piel en la bañera, y peor aún, de los tipos en las calles que admirarán el contoneo de tus pronunciadas caderas.
Por el hombre perfecto que no soy y que mereces, por los miles de defectos que tengo y pareciera que no vieses.
Por todo esto y por el amor que sentiré por ti, incluso después de la muerte.

