martes, 15 de febrero de 2011

Antes de comenzar, permíteme ofrecerte una disculpa por todo el tiempo que no te he buscado, por aquellos besos que no te he dado y me he guardado para un mejor momento, por los roces y caricias presos en estas impacientes manos a la espera de tu cuerpo; por los te quiero y los te amo, ahogados en esta boca sin aliento.

Por querer mirar de manera indiscreta tus piernas largas y bien formadas, y por querer perderme detrás del sumamente pronunciado escote de tu vestido a rayas, por querer contar una a una las pecas de tu espalda, y más aún, por desear perder la cuenta cuando sólo una me haga falta.

Porque al hacerte escuchar una sonata de Mozart o el claro de luna de Beethoven, lanzarás incontables bostezos al viento, y porque seguramente al hablarte del exilio de Serrat en tiempos de Franco o de Sabina en los setentas arrojando bombas a un banco, te provocaré un terrible aburrimiento.

Porque para ayudarte a conciliar el sueño no habrán hadas, ni príncipes azúles montados a caballo, salidos de algún cuento, a cambio, te arrullaré con García Márquez y su edén llamado Macondo, y te versaré al oído, muy quedito, mi lumía de Oliverio Girondo.

Por la lluvia de estrellas que no podremos contemplar juntos por mi exceso de trabajo, y porque en la madrugada interrumpirás tu sueño para levantarte y calentarme la fría sopa servida en el plato.

Por las tremendas ojeras que tendrás al día siguiente, disfrazadas con polvo y tu mejor pose, mismas que delatarán tu nulo descanso por la sinfonía de mis ronquidos en mitad de la noche.

Por el jugo agrio y el desayuno insípido y un tanto quemado con que trataré de sorprenderte en una mañana de mayo.

Porque durante las visitas a casa de tus padres no podré mantenerme callado al escuchar decir a tu madre que su única hija se merece a alguien mejor: a un médico, un contador o a un abogado;
y que aún a la fecha no consigue dar crédito de cómo te llegaste a fijar en este freudiano.

Por las repetidas veces que pisaré tu pie izquierdo, teniendo de fondo a Gardel con un tango, y por el tinto derramado por descuido mío, sobre tu vestido favorito de lino blanco.

Por los celos que sentiré, incluso de la espuma que tocará tu piel en la bañera, y peor aún, de los tipos en las calles que admirarán el contoneo de tus pronunciadas caderas.

Por el hombre perfecto que no soy y que mereces, por los miles de defectos que tengo y pareciera que no vieses.

Por todo esto y por el amor que sentiré por ti, incluso después de la muerte.

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